Patentes y demandas, el juego de nunca acabar
Una patente es, sin lugar a dudas, una forma de conseguir establecer un marco jurídico de protección de nuestra creatividad. Patentando una fórmula que va vinculada a un producto conseguimos proteger nuestro trabajo y evitamos que otros, aquellos amantes del trabajo ajeno, se aprovechen de él. El marco jurídico internacional hace que las patentes sean la solución a problemas de pillaje entre las marcas, definiendo qué se puede y qué no se puede hacer a la hora de crear un producto tomando ideas de otros.
Pero las patentes, a pesar de su faceta más noble, también son armas de doble filo. Como sucede con otras situaciones de protección, las normas se invierten en busca de vacíos legales o situaciones. Como se suele decir, hecha la norma, hecha la trampa. Uno de estos efectos secundarios de las patentes es el registro de patentes aparentemente absurdas para denunciar sistemáticamente empresas que las usen sin permiso. A estas personas se les podría llamar los listos de las patentes y en el mundo existen profesionales del gremio.
Steve Wozniak, cofundador de Apple, compañía inmersa en batallas legales de patentes de manera casi constante, no está muy de acuerdo en los conflictos entre empresas por las patentes y propone un sistema abierto en el que las empresas puedan intercambiar patentes entre sí sin necesidad de rubricar acuerdos económicos, hacer versiones alternativas de productos o piratear el trabajo ajeno.
Wozniak (y estoy muy de acuerdo con él), es bastante claro en esta cuestión : "Ojalá que todo el mundo acabe de ponerse de acuerdo para intercambiar patentes y que todo el mundo pueda contribuir de la mejor manera posible al uso de la tecnología para todos". Dicho de otro modo, el sistema actual de patentes es una vía para frenar la creatividad de las empresas obligándolas a controlar no solo su entorno, sino el ajeno.
En mi opinión, la protección por patentes es un sistema demasiado arcaico, del pasado, que debería ser sometido a revisión, al menos en el mundo cambiante de la tecnología, donde el diseño colaborativo y social marca el camino a seguir por miles de empresas. Las patentes son armas de protección, sí, pero también un freno a la creatividad de profesionales sin los suficientes recursos como para invertir.
Esta idea es fácil de comprender. Una PYME cuenta con una brillante idea para potenciar uno de sus productos, pero para ejecutarla debe o adquirir la pertinente patente vinculada, algo imposible por su coste, o reinventar el producto con su propia tecnología. En ambos casos, el camino seguido es enormemente costoso y supone un gasto descomunal, por lo que queda descartado por falta de recursos.
En el entorno actual, donde la inversión es invisible en ciertos mercados como el español, lanzar productos de nueva creación, innovadores y atractivos para los consumidores es una labor titánica solo al alcance de unos pocos. Las patentes son un peldaño más que se debe subir para ser competitivos en este mercado donde la creatividad, en teoría libre, depende demasiado del dinero.
Resulta también llamativo el hecho de que ciertas patentes no terminen viendo la luz, o si lo hacen, solo aparezcan en un reducido número de medios y jamás se utilizan, por afectar drásticamente al negocio de los que están posicionados en la cúspide. En estos caso entramos en el terreno de la conspiración que para tantas películas daría, y nos topamos con ejemplos dignos de películas como el supuesto motor de agua que frenó su expansión por ir contra los magnates de la gasolina.
Creo en la necesidad de compartir, de conocer lo que otros pueden hacer, de saber cómo mejorar un producto atendiendo a lo que hacen los demás, pero también en la obligación de contar con herramientas propias que ayuden a proteger nuestra propiedad intelectual. En lo que no creo bajo ningún concepto es en la concatenación de batallas legales y demandas constantes por el uso de patentes porque así, por desgracia, la creatividad no va a ninguna parte, y sin creatividad no tenemos futuro en el que soñar.